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SAFIATA

Safiata tiene 32 años y es guineana. En su país trabajaba de dependienta en una tienda de Mandiana, una ciudad con una población aproximada de 24.000 personas, cerca de la frontera con Malí. Cuando su marido le dijo que había llegado el momento de practicar la ablación genital a Laila, su hija de siete años, Safiata decidió marcharse del país.

En secreto, planeó su viaje. Gracias a su trabajo ahorró el dinero que los pasantes le pedían por una plaza en uno de los camiones que salían hacia Senegal. Sabía que ese viaje era peligroso para las mujeres y más todavía para una niña de siete años, así que, ideó una ruta segura para Laila: la pequeña viajaría en avión. Una amiga de Safiata que también volaba a Marruecos fingió ser la madre de Laila, así la niña pasó los controles fronterizos.

Para Safiata el viaje no fue fácil. La frontera de Marruecos estaba cerrada y el camión que la llevaba dejó a todos sus pasajeros en Senegal. Safiata pasó varios meses en este país hasta que pudo atravesar Mauritania y después llegó a Marruecos. Por fin, en Agadir se reencontró con Laila y con la amiga que le había ayudado.

Safiata trabajó durante cuatro meses en el servicio doméstico. Ahorró el dinero que necesitaba y compró dos pasajes en una de las zodic que salían hacia Canarias. Sabía que exponía a su hija a los peligros del mar, a la incertidumbre de pisar tierra, al hundimiento de la embarcación, al ahogamiento, pero aquella era la única salida que tenía para liberar a Laila de la mutilación genital femenina.

Hoy Laila juega con otra niña en la plaza San Juan de Irun, mientras su madre escucha la información de Irungo Harrera Sarea. Más tarde intentarán cruzar la frontera con Francia. Cuando alcancen su destino, Safiata llamará a Guinea y hablará con su madre, la única persona de su familia que sabe que se han ido. Ella le comprende y le ha animado a marcharse, a proteger a Laila. Sus historias son parecidas: han sufrido la mutilación, les han obligado a casarse con un hombre al que no querían, sus maridos las han violado y maltratado. Pero a diferencia de Safiata, su madre no ha podido escapar del infierno.

Antes de despedirse, Safiata se remanga el jersey, señala una cicatriz de unos diez centímetros en su brazo y dice: “Esta es una de las muchas marcas que mi marido me ha dejado, yo no quiero esto ni para mí ni para mi hija”. Recoge su mochila, avisa a Laila y juntas emprenden el camino.